miércoles, 8 de octubre de 2008

Mi niña

- ¿Querías verme?
- Así es.
Riannethesse FlamaÍgnea, princesa de Kennommah, despidió con un brusco gesto a Orthan, su mayordomo - su mayordomo y no su cuidador, puesto que al menos ella ya no se consideraba ninguna niña - y echó a correr, olvidando el protocolo, cubriendo rápidamente la distancia que la separaba de su padre. Al ver, aunque sólo de soslayo, la furia que irradiaban los decididos ojos de su hija, Vehare FlamaÍgnea, rey de Kennommah, se dejó caer contra el respaldo del sillón tapizado y, bajando la cabeza, se cubrió los ojos con una mano. Levantó la otra, con la esperanza de disuadir a su hija en su determinado avance, sin conseguirlo.
La joven vio el gesto de su padre, y lo comprendió, pero había esperado mucho tiempo aquel encuentro y las formalidades eran en ese instante algo ridículo y carente del más mínimo sentido. Rodeando la maciza mesa de cedro, la princesa de Kennommah arrebató a su padre la mano de los ojos y descargó su pequeño puño contra la superficie pulcramente barnizada del escritorio. Hubiese querido hacerla vibrar, para reafirmar con contundencia su gesto, pero al fin y al cabo, sus fuerzas seguían siendo las de una niña.
- ¡¡Exijo saber qué significa esto!! - gritó, agitando en el aire un puñado de arrugados manuscritos que había extraído de algún lugar de entre sus ropajes.
Vehare contempló a su hija durante unos momentos, temeroso, mientras se encogía en su regio asiento. Frunciendo los labios, desvió la vista hacia el suelo, pero su desvalida expresión no contentó demasiado a su encolerizada heredera. Avanzando aún más, la pequeña princesa de Kennommah asió a su padre y rey por la barbilla, suave pero firmemente, obligándole a mirarla a los ojos.
- ¡ No finjas que no me escuchas, padre! ¡Esta vez no te lo consentiré! ¡Vas a decirme en este instante qué significa toda esta sarta de absurdos! - la jovencita apretó entre sus dedos las mejillas del monarca y agitó los papeles ante sus ojos con la mano derecha, apremiándole.- ¡Y quiero una respuesta ahora!!
Vehare exhaló un largo suspiro y se deshizo lentamente de la tenaza a la que su hija le tenía sometido, soltando pacientemente sus deditos uno a uno, evitando su mirada en todo momento. Cuando estuvo de nuevo libre, Vehare bajó la cabeza y, con un nuevo suspiro, anunció:
-Significa lo que significa, hija mía.
Sin embargo, en esta ocasión, las continuas ambiguedades a las que Vehare tenía acostumbrados a sus súbditos no iban a servirle como escudo... al menos, frente a su hija, no.
- ¿Sí? ¿Y qué significa exactamente? - los ojos de Rianne destellaron, iracundos.- ¿Que vas a entregar la nación sin condiciones a ese bastardo humano, como lo hicieron los cobardes de Iaiinommarj? ¿Es eso lo que quieres decir con esa estupidez de “Me siento demasiado viejo y cansado para luchar”, padre? ¡¿Es eso?! - la joven volvió a subrayar el énfasis de su frase con un nuevo golpe en la mesa, fuera de sí.
Mordiéndose los labios, Vehare fue incapaz de responder a las punzantes preguntas de su hija y, sacudido por un leve temblor, sólo pudo guardar silencio.
- ¡Por todos los dioses del Taioh, padre! – Rianne se apartó un instante de él para mirarle, con la desesperación sombreando de oscuro su frente infantil.- ¡¡Dime que este Consejo ha sido un lamentable error!! ¡Tienes más de mil años!! ¿Eres ahora demasiado viejo para luchar por tu pueblo, para defender lo que es tuyo por derecho? ¡Vamos, contéstame!! ¡Contéstame, padre!
De nuevo la pregunta de Rianne se esfumó en el perfumado ambiente del despacho real. Desolada, casi sin fuerzas, la princesa se arrodilló en la alfombra para conseguir encontrar los ojos de su rey y tener la oportunidad de reflejarse en ellos.
- ¡Padre, dime que esta carta que me enviaron a la Escuela es pura fantasía! ¡¡Dímelo, te lo ruego, necesito oírte decir que la rendición sólo es un falso rumor!!
La visión de los ojos acuosos y de súbito ausentes de su padre, en otro tiempo tan firmes y hermosos, enmudecieron a la muchacha. Aquélla era la única verdad: su padre pensaba poner Kennommah en manos del Emperador de Sárima sin ni siquiera presentar batalla por su pueblo. Ryanne se sintió de repente pequeña, muy pequeña, observando cómo la miraban, cómo la engullían, los grandes y despiadados ojos del monstruo que era su padre y además, su rey.
- Padre, por la bendita memoria de mi madre, dime que no vas a entregar Kennommah.
Riannethesse lloraba. Dos solitarias lágrimas corrían por su rostro de niña y convertían su cara en un horrendo espejo de madurez prematura. Inmediatamente Vehare sintió cómo también el llanto acudía a sus ojos, pero tuvo conciencia de que ya era demasiado tarde, que sus lágrimas no tenían perdón.
-Hija mía... mi niña...
La princesa volvió a incorporarse, y Vehare siguió sus movimientos con la vista, haciendo un tremendo esfuerzo por no bajar la cabeza como un chiquillo apesadumbrado que se sabe culpable de una travesura.
- ¿Y qué piensas que vas a hacer? - tronó la muchacha de súbito, contrariando sus propias lágrimas.- ¿Ponerte de acuerdo con ese maldito humano y firmar un tratado que sabes que no respetará? ¡Un humano que cumple su palabra!! ¡Hay que ser muy inocente para creerse eso!!
El dolor y la amargura en la expresión de la princesa habían dado paso a un desprecio tal que dolía. Vehare se sintió herido en su orgullo, herido porque fuera su hija quien cuestionara sus decisiones y herido de nuevo porque sólo era una chiquilla. Él, que había mandado ejércitos en su juventud, que había llevado a su pueblo al poder y la gloria... ahora era intimidado por una niña que había llegado a tener más fuerza y pasión de la que jamás tuvo él en su vida.
- Riannethesse, si has terminado de poner en juicio mi decisión, - logró decir, frunciendo levemente las cejas.- Estoy cansado, y me gustaría estar solo.
Rianne volvió a acercarse, poniendo su rostro a escasos centímetros del de su padre mientras le apretaba las manos con fuerza y sus ojos se abrían como flores al amanecer, despiadados y sombríos.
- ¿Por qué estás cansado, padre? ¿¡Por qué, maldita sea?! ¡No será de llevar el peso del gobierno, cuando sólo eres una marioneta de los nobles!! ¿Cuántas veces he tenido que dedicarme a enmendar tus errores? ¡Yo sí que debería estar cansada de este juego! ¡Debería obligarte a abdicar!
El terror y la indignación, a partes iguales, hicieron palidecer al excelso soberano de Kennommah mientras sus dilatadas pupilas contemplaban a su enfurecida hija, quien le apretaba las manos con una fuerza inusitada en una chiquilla como ella. Rianne, ajena a sus pensamientos, continuó, implacable:
- No vas a hacer tal cosa, ¿me oyes? No vas a regalar nuestra nación a nadie que lo reclame por puro capricho, y menos a un humano codicioso que lo arrasará a fuego y sangre! ¡Angdor el Exterminador codicia Kennommah, siempre lo ha hecho... pero no se hará con él! Mañana mismo daré orden de hacer recuento de las tropas de las que disponemos, ¡y me importa muy poco lo que opinen los Altos Generales sobre la cuestión!! ¡Su vida es la lucha, y yo les llevaré a la batalla!
Por primera vez, Vehare enfrentó la mirada decidida de su hija con otra que recordaba el monarca de antaño, el rey que había sido y al que todos habían venerado.
- No lo harás.
- ¿Que no haré...?
El rey se libró de las manos de la jovencita con decisión.
- Regresarás a la Escuela de Elwahir mañana mismo, Ryannethesse. Allí estarás segura.
- ¡No! - se rebeló la princesa, con un grito, herida de muerte en su corazón.- ¡¡No volverás a usar ese viejo truco!! No pienso regresar a Elwahir dejando el futuro de la nación en tus manos, ¡no lo permitiré!. – y añadió, señalándole acusadoramente.- ¿Por qué en esta ocasión no haces caso de los consejos de tu amante? Exhortar a los nobles a la lucha es de las cosas con más sentido común que ha hecho nunca.
Vehare entrecerró los ojos, tomando nota del reproche, y se frotó las doloridas manos, impresas con las marcas de los dedos de su hija. Se levantó del asiento, irguiendo su aún imponente figura, y dijo con dureza:
- Aún soy el rey, y harás lo que yo ordene, ¡aún eres sólo una niña! Mañana te pondrás en camino para regresar a la Escuela. Y si no tienes nada más que decir, márchate. Te espera un largo viaje.
La cólera subió a las mejillas de la princesa Flamaígnea como una oleada que iría consumiéndola poco a poco, destruyendo el frágil amor hacia su padre, que él mismo se había encargado de poner a prueba tantas veces.
Rianne se permitió la licencia de volver a llorar, pero su llanto encontró la mirada de su padre, que, tras la firmeza mostrada hacía sólo un instante, había vuelto a ser la del monarca decadente en el que se había convertido. La princesa, ataviada con un vestido de color verde esmeralda, a juego con sus bellos ojos, parecía más que nunca una muñeca maltratada por una niña... o quizá una niña maltratada por la vida, por unas circunstancias que se escapaban de sus pequeñas manitas, que sólo debían haber estado destinadas a jugar.
-Ruega porque los dioses nos ayuden, padre.- sentenció la princesa. Para Vehare, que era muy supersticioso, aquella negra afirmación fue como el peor de los augurios.- Porque si ellos no nos amparan, nadie lo hará.
Apretando la maltratada carta en sus manos, que había rescatado de la alfombra, sabiendo que nada podía hacer contra una orden expresa de su rey, que además se escudaba en su minoría de edad, dio media vuelta y abandonó las dependencias privadas de Vehare, consumida por la rabia, el dolor y la impotencia.
Vehare apenas esperó a oír el portazo que aseguraba que su decepcionada hija había abandonado sus dependencias. Sin ningún recato, puesto que ahora estaba solo, el consumido y pusilánime rey de Kennommah se derrumbó en su regio sillón, dando rienda suelta a un torrente de lágrimas tan descontrolado como su gobierno de la nación. Sabía que el amor de su hija se había abrasado en el fuego de su cólera, y deseaba morir porque perdía el único afecto sincero que le quedaba, pero se sentía incapaz de luchar por recuperarlo. Sólo quedaba en él un hondo sentimiento de haber traicionado a todos, a su hija, a su nación... a sí mismo.
-Eras mi niña... –sollozó Vehare de Kennommah, en otros tiempos Vehare el Poderoso, el Fuerte, el Inmortal.- Sólo una niña... mi niña... oh, dioses, ¿en qué te he convertido?


- Alteza... digo, Ryanne...
El balcón de la princesa estaba abierto, dejando entrar la brisa fresca de la noche. Shawwshants pasó la balaustrada con un salto y miró entre las finas cortinas, para ver si había llegado en buen momento o no. La sempiterna luz del candil derramaba su difuso resplandor en un rincón, pero no se veía a Rianne por ninguna parte. Sólo le llegaba, muy débil, el sonido de su voz, que entonaba una y otra vez las frases de una melodía infantil:

Los soldados del Rey
jugaban a la guerra,
toma, dale, ¿quién ganará...?
Soldado con soldado
pelean sin parar.


Shawws supo al instante que algo iba mal. Y confirmó su sospecha cuando descubrió a la princesa, sentada sobre el suelo con la espalda apoyada sobre una de las paredes, canturreando sin cesar la misma cancioncilla. A sus pies tenía desperdigados las docenas de figuritas que componían su maqueta de asalto favorita y que ambos, tarde tras tarde, habían distribuido pacientemente por el amplio territorio. Él también había tenido juegos como aquél de niño, pero siempre había terminado perdiendo la mayoría de las piezas. Rianne, sin embargo, adoraba aquella fortaleza, aquellos bosques en miniatura, y los mimaba más que a cualquiera de sus muñecas. Pero ahora tenía el objeto de su orgullo desparramado en la alfombra, inexplicablemente, sin orden ni concierto.
- Rianne... - la llamó suavemente Shawws, tomando asiento junto a ella.- ¿Qué ocurre? ¿Te ha pasado algo?
La jovencita, sin dejar de mirar fijamente al suelo, le tendió sin una palabra unos papeles arrugados que apretaba obcecadamente en la mano derecha. Shawws los cogió sin comprender, pero cuando sus ojos se deslizaron por las primeras líneas escritas en ellos, entendió la extraña reacción de su pequeña amiga.
- No hace falta que los lea. - anunció – El informe del Consejo... por la Torre corren rumores.- y añadió cuidadosamente.- Malos rumores.
- Malos rumores. – repitió la chiquilla, mirándole por primera vez. Sus grandes ojos verdes aún estaban húmedos y enrojecidos, pero ya no lloraba. Hubiera sido una grave falta para ella llorar delante de Shawwshants. - ¿Tan malos como los que circulaban por Iaiinommarj antes de que se rindieran a Angdor el Exterminador?
Shawws frunció el entrecejo, percibiendo el tono despectivo que impregnaba las palabras de la princesa y, dispuesto a partir una lanza en favor de los Iaiinommarj, respondió:
- No eres justa con ellos, Rianne. Ponte en el lugar de esa pobre gente, ¿era mejor presentar batalla que la rendición? ¡Estaban completamente cercados!
- ¡¡Ya lo hago!! - gritó la niña, desolada - ¿¡ Y eso es lo mejor?! ¡¡Mi padre quiere entregarle el país a Angdor el Exterminador y yo debo contemplarlo sin poder hacer nada más que lamentarme!! Por eso quiere que regrese a Elwahir cuanto antes. Los senadores y los demás intrigantes de la Corte saben que constituyo un peligro para ellos y le manipulan para que me quite de enmedio... y enviarme de vuelta a la Escuela es la mejor excusa para librarse de la cabezota princesita, por supuesto.
El muchacho se quedó sin argumentos ante la apasionada declaración de la chiquilla. Lo único que pudo hacer fue cogerle una mano y apretársela entre las suyas, para intentar confortarla un poco.
- ¡Tenemos que luchar, Shawws! ¿Tienes conciencia de lo que significaría una rendición? No podemos terminar como esclavos de un Emperador cruel y despiadado, ¡sería el fin de nuestra raza! Pero mi padre no parece entenderlo, ¡dioses! ¿Cómo podría comprenderlo? Ya no es el que era... agradezco que mi madre no esté ya aquí para que pueda ver lo que pretende hacer con su gente...
Pero Shawwshants, que conocía a la princesa desde su nacimiento, se negaba a pensar que hubiese jugado ya todas sus cartas en aquel asunto, y se aventuró a preguntarle:
- Rianne, ¿qué... qué piensas hacer?
La princesa retorció las manos en el regazo.
- ¡¡No lo sé!! Formar clandestinamente una resistencia armada y reunir a mis partidarios en la Corte, ¡no sé! Suena tan sencillo, pero... ¡oh, dioses, sólo soy una niña! ¿Me seguirían?¿Quién me seguiría aparte de mis paladines y mis damas de compañía?¿Qué puedo hacer yo, Shawws? ¿Qué puedo hacer? ¡Soy una niña! ¡Una niña!
- Oh, mi princesa, no te mereces nada de esto. - el joven acarició aquellas blancas manos infantiles, y redondas y frías gotas comenzaron a rebotar en su piel. La orgullosa princesa de Kennommah lloraba, lloraba como la niña que era y como la niña que se sentía en aquel momento crucial. Se abrazó a su confidente y compañero de juegos con fuerza, mientras rompía en desconsolados sollozos que acabaron con la compostura y el aplomo que intentaba mantener a duras penas.
- ¡Es nuestro rey! ¿Por qué hace esto a su pueblo? ¡Es mi padre! ¿Por qué me aparta de todo, a mí, a su hija y heredera? ¿Por qué lo hace, Shawws? ¡Dioses, quisiera que todo esto fuera tan sólo un mal sueño!
- Desgraciadamente para todos, Rianne, no lo es.- suspiró el muchacho, una vez más impotente para ofrecer algún consuelo.- Desgraciadamente, no lo es.
Shawwshants abrazó a la princesa tan fuerte como se lo permitieron sus fuerzas. A él también le invadió aquel asfixiante sentimiento de amargura y debilidad, mientras pensaba que todo lo que le ocurría a Rianne no era sino la sucia jugada del tenebroso destino que se le avecinaba.
-“Eres mi niña, nuestra niña, la niña de Kennommah. –el joven abrazó a la princesa aún más fuerte, sollozando a su vez.- Si supiese protegerte como es debido, si hubiésemos aprendido a velar por ti, mi niña, nuestra niña, nadie podría hacerte daño... mi preciosa pequeña... ¿es ahora demasiado tarde?”

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