sábado, 27 de septiembre de 2008

De piratas y princesas...

DOLL VALLEY SHOP!

Acabamos de terminar uno de los encargos de Doll Valley Shop y éste es el resultado... el conjunto consta de pañuelo para la cabeza, camisa holgada, fajín a juego con el pañuelo y pantalones anchos de tela satinada. Aceptamos encargos de vestidos, conjuntos, faldas, camisetas... sólo consultadnos!



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domingo, 21 de septiembre de 2008

Nuestra Rendición

He pensado que sería una buena idea volcar también en el blog parte de la que es la historia de mis propios muñecos. La historia empezó hace muchos años, quizá empezó conmigo misma, hace tanto tiempo que apenas me acuerdo. Comenzó con una generación de personajes y ya va por la tercera. Suele pasarme, no soy capaz de deshacerme de ciertas cosas. Ellos han crecido conmigo, han sido compañeros en momentos de tristeza y euforia, y me gustaría compartirlos con vosotros.
Me ha costado muchísimo decidirme a publicarla fuera de mi portátil, pero creo que es hora de que vea la luz. Aquí están mis dioses, mis monstruos, mis princesas y caballeros andantes, mis sacerdotes y mis criaturas de la noche.

*La historia comienza con la rendición de la nación de Iaiinommarj, patria de los elfos (que se denominan jades en algunas ocasiones puesto que no son exactamente elfos en mi mundo) de las Aguas...


El sonido lejano, aunque nítido, que rasgó el aire calmo de la tarde hizo levantar a Irdas la cabeza de la labor que la había mantenido ocupada. Miró en torno a ella y descubrió los mismos semblantes desconcertados, la misma expresión preocupada que ahora aparecía en su pálido rostro, en las caras de sus damas de compañía. Irdas despegó los labios, intentando dar voz a una pregunta, pero nada salió de su garganta, silenciada por un súbito y macabro presentimiento. Presa de un temor creciente, bajó la mirada hasta su regazo y descubrió que sus largos dedos temblaban, crispados, arrugando el tejido y el minucioso bordado que hasta entonces habían dado forma sus hábiles manos.
-Señora…
Irdas alzó la cabeza, exigiendo silencio. Se incorporó del sillón tapizado en azul, su color preferido y el color de las aguas de Iaiinommarj, y se aproximó a la ventana más cercana. El clamor retumbante continuaba expandiéndose, transportado por la brisa, implacable, pero la vista que se disfrutaba desde la sala de costura seguía siendo tan dulce como una canción de cuna: la magnífica extensión de los grandes lagos, que a la luz del crepúsculo se tornaban de un bello tono castaño dorado, salpicados por las casas y torres inmaculadas sobre el agua, que tejían en ésta una complicada maraña de pasillos, puentes y niveles como una intrincada red perlada salpicada de brillantes gotas de agua. Ikairad, la de Nácar, la perla de Iaiinommarj, así la habían llamado los poetas, la ciudad blanca y suave como seda, y orgullo de su pueblo.
La muchacha miró más allá de la nacarada ciudad, hacia el horizonte anaranjado y oro, oteando el cielo en busca de alguna señal. Pero no se alzaban las temidas columnas de humo negro ni el firmamento aparecía teñido de aquel color sangre como aseguraban los peores augurios. Todo a su alrededor continuaba hermoso y sosegado, como las ondas que rizaban el agua de los lagos. El paisaje continuaba teñido de los familiares y tranquilizadores azules y plateados, fieles desafíos al paso del tiempo y a los cambios.
Aunque el inquietante ruido había cesado e Irdas había vuelto a tomar asiento, una intensa sensación de zozobra comenzó a apoderarse de ella. La sospecha de que algo terrible se acercaba no abandonó su pensamiento.


A pesar de que el Gabinete de Protocolo nunca lo había aprobado del todo, Inainn seguía acudiendo puntualmente a su cita en la taberna del Dragón de Plata. Situada en la frontera entre la región de los Grandes Lagos y la comunidad humana de Ther Amadhân, la taberna del Dragón Verde era el lugar de encuentro de los elfos menos conservadores de Iaiinommarj, los que sí creían que habían mundo más allá de sus propias fronteras, y los aventureros humanos que desembarcaban en las aguas de la bella pero funesta bahía de Amadhân y que querían compartir sus historias delante de una buena jarra de cerveza de raíz y un hospitalario fuego. Inainn era reacio a sacrificar sus continuas escapadas en busca de noticias del exterior; aunque fuesen no sólo uno, sino cien Gabinetes protocolarios los encargados de impedírselo, no hubiera dejado de acudir a aquel pintoresco y acogedor lugar. Así que de nuevo estaba allí, en la mesa de costumbre, compartiendo conversación y risas con un grupo de parroquianos habituales.
-¡Trae otra ronda, muchacha! –tronó de súbito Gonmar, marinero de profesión, después de una sonora carcajada.- ¡Que no falte la cerveza en esta mesa! Nuestro joven príncipe tiene que acostumbrarse a beber. ¡Después del matrimonio, amigo, es eso lo que te queda! ¡El trabajo y la cerveza!
Los demás compañeros que compartían la mesa se echaron a reír ruidosamente mientras Inainn se sonrojaba un poco. De todos era ya bien sabido la noticia de su próximo compromiso, pero por muy liberal que se considerase, seguía siendo un elfo, es decir, para nada dado a airear sus asuntos privados. Delia, la camarera de la taberna, una exuberante muchacha humana de tez morena y ojos vivaces, acudió presta con cuatro pintas de la espumeante cerveza de la casa, y guiñando un ojo al joven elfo, contestó pícaramente:
-Una mujer lista sabrá mantener a su esposo bajo las sábanas, y no en la mesa de una taberna.- se acercó a Gonmar para pellizcarle una mejilla y reprenderle:- Pero como todo el mundo sabe, la mujer de Gonmar no era demasiado inteligente…
Un nuevo coro de risas. Gonmar, avergonzado, se rascó su cabeza calva surcada de cicatrices y admitió:
-Por cierto, y ¡que los demonios me lleven! Era un poco burra, que los dioses la tengan bajo su amparo…
Inainn apartó un poco de sí la jarra de barro que Delia le había puesto delante. Una pinta era su límite, y ya sabía por experiencia que para los elfos Jades como él, nada tolerantes con el alcohol, rebasarlo era más bien desagradable, sobre todo a la mañana siguiente. No quería ganarse una reprimenda cuando regresara a la Torre de Nácar.
De repente, un rumor de tambores redoblando estremeció la taberna del Dragón de Plata. Aún sonaba distante, pero su contundencia hizo temblar levemente el suelo, e incluso la talla con forma de Dragón que presidía el local y que era su amuleto para atraer la buena suerte. Silenció la amigable charla de los variopintos clientes, que comenzaron a cruzar las primeras miradas temerosas. Delia quedó como petrificada frotando una jarra de vidrio en la mano, atenta a la amenazante melodía, y Alvar, dueño del establecimiento, que apenas si había aparecido por la puerta quejándose como siempre de la humedad y del repentino calor primaveral, se detuvo antes de llegar a la barra de roble aguzando el oído.
Aquel forzado silencio se alargó todo lo que el fantasmal redoble de tambores. Cuando cesó, los parroquianos parecieron volver a la vida, pero una vida en la que la alegría y las risas eran sustituidas por miedo y desconfianza. Los humanos se miraron entre ellos, y también entre ellos se miraron los pocos elfos del local; pero sobre todo, los ojos de los Iaiinommarj se centraron en su príncipe, que había palidecido más allá de su alabastrina tez, y cuya mirada seguía fija en la maciza puerta oscura que separaba la taberna del Dragón de Plata del exterior. Se alzaron murmullos, susurros que no deseaban alzar la voz por temor a acercar alguna invisible amenaza, una amenaza de la que todos tenían noticia pero que nadie se atrevía a mencionar, ni siquiera los hombres de mar más avezados, curtidos en mil y un peligros.
-He oído… dicen que están muy cerca. Que avanzan arrasando la vida a su paso…- susurró uno de los marineros, con los ojos desencajados por un espanto repentino y muy real.
-El mundo habla… se han aliado con las fuerzas de la oscuridad, con los demonios del Naioh… y no hay fuerza terrena que pueda contenerles. –uno de los elfos de Iaiinommarj, blanco como la sal, fijó su mirada impregnada de terror en Inainn, y sus compañeros de mesa asintieron gravemente.
-Vienen hacia aquí.- le completó otro humano, que tenía una larga y rala barba.- En Ther Amadhân ya ha comenzado el exilio. Nadie quiere estar presente cuando entren… ¡porque no dejarán a nadie con vida para que pueda dar testimonio de sus atrocidades!
-Su emperador ansía sangre…- con un ligero temblor en sus labios de color rojo, Delia se acercó a la mesa del príncipe elfo y sin apartar la vista de la puerta, dijo:- Sus ojos son como el hielo y su brazo es implacable, eso dicen los que lo han visto. ¿Sabéis cuál es su nombre? Su nombre es Angdor… Angdor el Exterminador. Así le han llamado en las regiones del Norte. El Exterminador.
El joven Inainn sintió cómo un fuerte escalofrío le recorría la espina dorsal, desde la base del cuello hasta el final de la espalda. Miró el coro de los antes despreocupados parroquianos de la taberna del Dragón de Plata, y en el fondo de todos los ojos sólo encontró una cosa: miedo. Miedo a algo que ya tenía nombre.
-¡Venga, hermanos! –de nuevo la cascada voz de Gonmar se alzó en la concurrida taberna, jovial.- No es la primera vez que escuchamos esos malditos tambores, ¡hace semanas que los oímos! Al paso que marchan las tropas de ese emperador Comosellame, muchos de nosotros ya habremos muerto antes de que lleguen. Así que, ¿por qué preocuparse?
Unas tímidas risillas afloraron en las mesas del fondo. Consciente de su poder para deshacer aquella asfixiante sensación de terror que se había apoderado del local, el viejo marino continuó con su chanza, asegurando:
-¡Viven los dioses! ¡Y si alguna vez ese Angdor es capaz de llegar, os aseguro que yo mismo me encargaré de mandarle de vuelta a Sárima de una buena patada en el trasero!
La carcajada fue general. Pero en la mente de Inainn, incapaz de reírse, seguían retumbando los tambores de guerra de Angdor el Exterminador.


-Han llegado, mi señor. Están aquí, aguardan en las puertas de la ciudad. El… el emperador Angdor pide audiencia con vos… Inmediatamente.
Al no obtener respuesta, el mayordomo, frotándose las manos nerviosamente, preguntó casi en un sollozo:
-¿Qué vamos a hacer, mi señor Iolkkar?
El monarca de Ikairad, capital de la Región Jades de los Grandes Lagos, hizo un gesto como si espantara una mosca para que su mayordomo se marchara y continuó disfrutando tanto de la acariciadora y fragante brisa, como del paisaje que le ofrecía el balcón abierto. Iolkkar se apoyó en la fría balaustrada de nácar y plata, decorada con enrevesados arabescos y poemas en su lengua, y suspiró mientras dejaba que el viento le peinara los blancos cabellos.
Los dioses amaban Iaiinommarj, su país. De no ser por aquella arraigada convicción, Iolkkar no hubiese tenido explicación para asegurar que la vida en su nación era tan buena como podía ser la vida. Las extensiones de agua sin fin, el agua, que derramaba sus dones sobre su gente y les había otorgado incluso su apariencia pálida y hermosa; los blancos paisajes, que podían rivalizar en brillo y belleza con la misma luna, pero sobre todo, aquella bendita paz… la paz que día tras día agradecían fervorosamente a Iannomm, espíritu protector de aquellas aguas, y a Khar Amros, dios elemental que protegía todo lo que tuviera que ver con el líquido vital, incluidos a ellos.
Y ahora, su bella naturaleza, sus fértiles orillas, sus gentes alegres y soñadoras, todo ello estaba en peligro. Y el peligro, con su nombre y su rostro, había ido a llamar a la puerta de su ciudad. Iolkkar perdió la mirada en una de las múltiples escenas que podía contemplar desde el privilegiado balcón de su palacio: Una joven madre, alta y blanca como flores de algodón, sentada en la terraza de su casa, acunaba entre sus brazos a un bebé regordete y rosado mientras su dulce voz entonaba la nana de las Estrellas, una de las canciones populares del repertorio de los elfos Iaiinommarj. A pesar de que la imagen no podía ser más reconfortante, Iolkkar se apartó del balcón poseído por una extraña sensación de desasosiego. Un nombre. Un rostro. “El emperador Angdor exige veros. Inmediatamente”. Se sintió mareado y cayó de rodillas, agarrado aún a la nívea balaustrada. La madre y su hijo, la nana de las Estrellas…
Y lo vio. Iolkkar maldecía al espíritu demoníaco que le había dotado de aquel don condenado por los dioses. Vio su balcón derretido por el fuego, vio la extensión de agua sagrada profanada por barcos negros que llevaban arietes adornados con cabezas de machos cabríos y ojos como ascuas, contempló el desgarro de los puentes blancos, de los pasillos y escalas de plata, olió la sangre de su pueblo, percibió el humo, vio el cielo de color rojo, como le aseguraban los adivinos, que parecía querer desplomarse sobre su anciana y cansada persona. El fuego y la sangre poseían a sus ciudades blancas y vírgenes, las violaban como los entes depravados que eran y las convertían en un carbón vivo y ardiente, que se consumía en medio del dolor y la desolación. Sus ciudades de nieve, sus aguas sagradas, reducidas a ceniza y escombros.
-¡Han llegado! –en sus aposentos irrumpieron sus dos hijos mayores, los gemelos Irdas y Inainn, príncipes de las Aguas, que iban a sufrir el mismo destino que todo a su alrededor. Iban ataviados con sus armaduras de guerra, unas armaduras tan antiguas que muchos ya habían olvidado, y que sin embargo lanzaban destellos adamantinos, reflejando la cólera que impregnaba las pupilas de los príncipes.
Irdas se adelantó, recogiendo los faldones azules de su traje bajo todo el metal de la guerra, y le ayudó a incorporarse. Le miró con sus enormes ojos azul celeste de forma interrogante, pero Iolkkar desvió la vista y se incorporó apoyado en su brazo. Miró a ambos. En sus miradas no había vacilación alguna ante el enemigo, no había temor a la sangre, a la destrucción y al fuego. Sólo había el empuje y la determinación inconsciente de la juventud.
-Debemos ir, padre. – afirmó Inainn, secundado por su gemela. Iolkkar se volvió hacia su hija y acarició sus doradas y largas trenzas, y apretó la mano de su hijo.
-Padre.- susurró Irdas, que con la suspicacia de su feminidad intuía algo extraño en su padre y rey, algo profundo, algo doloroso y desconcertante tan importante para el destino de la nación como lo era aquel maldito humano a las puertas de Ikairad.
Sin embargo, Iolkkar levantó la vista y hubo en sus ojos gris pálido aquel resplandor del joven rey de antaño que había conquistado la paz para los suyos. Los jóvenes príncipes, alentados de nuevo porque su rey volvía a ser el de siempre, sonrieron y se miraron uno a otro, esperanzados.
-Vamos ya.


Los diplomáticos elfos y el resto del séquito del rey contuvieron el aliento al ver entrar al Emperador Angdor. Ther Amadhân había caído hacía tan solo un par de días, a costa de numerosas vidas de sus arrojados habitantes. Por la ciudad de Ikairad corría el rumor de que en la costa seguían anclados los barcos negros, aunque otros decían que el emperador los había retirado, convencido de que la conquista de Iaiinommarj no necesitaría siquiera el apoyo de la flota. Escuchando el chisme y ante semejante despliegue de vanidad, los elfos mostraban siempre una sonrisilla nerviosa, puesto que siendo como era Iaiinommarj nación de lagos, ¿cómo podía siquiera imaginar el emperador humano que podría ganarse sin barcos? Siguieron tachando de presuntuoso al belicoso soberano hasta que por los balcones de la Torre de Nácar pudieron ver tres de sus fúnebres embarcaciones, transportadas por decenas de caballos, a las puertas de la ciudad blanca de Ikairad, esperando para corromper con su negrura y maldad las límpidas aguas de la nación entera.
Iolkkar sólo frunció levemente las cejas al percibir cuánta malicia y resentimiento anidaban en el corazón del emperador humano. Éste, completamente solo, sin compañía de séquito o consejero alguno, avanzó con firmeza por el pulido suelo de la sala de Audiencias de la Torre, imponente con su estatura y porte. Angdor, como todos los nativos de su tierra, Sárima, los llamados sarryas, era alto y macizo como un viejo roble, de tez morena y cabellos oscuros como la obsidiana. Una característica que le había hecho destacar entre sus propios hermanos de raza era el excepcional color de sus ojos, de un azul frío como las desiertas llanuras de la inhóspita Herkyon. Unos ojos rebosantes de fuerza, pero también de crueldad, punzantes como mil alfileres. Unos ojos que ya se habían posado indolentemente sobre los altos cargos de la Corte de Iaiinommarj y que habían hecho bajar más de una cabeza.
Angdor se detuvo a escasos pasos del rey, a una distancia que los integrantes del Gabinete de Protocolo hubiesen juzgado como insultantemente próxima, pero no pareció importarle tomarse tal confianza. Sus ojos de mirada gélida taladraron durante unos instantes los del anciano elfo, que permanecían serenos, aunque cansados. Después de unos segundos de profundo escrutinio, una voz áspera como lija para los oídos Iaiinommarj se alzó en la Torre Nacarada, para anunciar en un burdo élfico:
-Tenéis dos días para rendir Iaiinommarj, rey Iolkkar, o me encargaré personalmente de que no quede ni un súbdito vuestro con vida para apoyaros en lo que os resta de vejez.
Un murmullo que era tanto de asombro como de indignación se levantó entre los integrantes del séquito real mientras el monarca elfo cerraba los ojos lentamente. Que exigiese la rendición de la nación era un escándalo, pero que se atreviese a hacerlo en su musical idioma lo era aún más. Los príncipes del Agua intercambiaron miradas y apretaron los puños, conscientes de que el enfrentamiento con los guerreros sarryas era ya una dolorosa realidad. Inainn, entrecerrando los ojos, contestó al rey humano:
-¡Bárbaro! ¿Cómo te atreves a exigir nuestra rendición? ¡Tu soberbia roza el límite de lo absurdo!
Una leve sonrisa curvó los labios del humano, que se cruzó de brazos sobre sus ropajes de terciopelo y pieles, en silencio, aguardando la respuesta del rey.
Todas las miradas, asustadas o no, de los elfos de las aguas convergieron en su soberano, que continuaba con los ojos cerrados y apoyado en su cayado blanco. Parecía más anciano y agotado que nunca, pero al abrir los ojos, éstos eran de un gris tan intenso que parecían irradiar luz propia, y estaban rebosantes de fuerza. Los príncipes de Iaiinommarj enlazaron sus manos y contemplaron con orgullo a su progenitor, pero la pose fuerte y decidida de Iolkkar sólo fue una ilusión. En un instante, los ojos del soberano elfo perdieron el brillo que los había animado y parecieron más viejos que nunca. Todo su cuerpo pareció sumirse en una súbita y decrépita ancianidad cuando habló, y sus palabras fueron como mazazos orcos en los oídos de sus hijos.
-Dos días sobran, rey Angdor, para nuestra rendición. Mi pueblo es ahora el vuestro si así lo deseáis, pero sólo bajo el firme juramento de que ni vos ni ninguno de vuestros hombres derramará una sola gota de sangre en este suelo blanco. Jurádmelo por vuestra vida, y hoy seréis soberano de Iaiinommarj.
Sus palabras habían sido pronunciadas con una decisión tal, que los ojos del más cruel de los emperadores se abrieron con asombro. La ira y la rabia crisparon las manos de Inainn y derrotaron el ánimo de Irdas, que se desplomó en el suelo presa de un histérico llanto. Los lamentos no tardaron en oírse en el séquito, pero Iolkkar continuaba rígido como una estatua, clavando sus ojos en Angdor, esperando. Tras un severo cruce de miradas, la fuerza abandonó al anciano rey. Cayó de rodillas al suelo de alabastro y se cubrió el rostro con una mano, para poder ocultar su vergüenza.
Sin embargo, Angdor salvó la breve distancia que le separaba del anciano y él mismo lo alzó del suelo, apretándole las manos, sinceramente admirado por el coraje, la entereza y el amor a su pueblo que demostraba aquel vejado rey, del que había oído tantas historias. Mientras su morena mano de humano asía el frágil cuerpo de Iolkkar, Angdor le miró con sus extraordinarios ojos, prometiéndole:
-Os juro que esta nación que tanto amáis permanecerá inmaculada. Por mi corona de rey que así ha de ser, Iolkkar.
Unas lágrimas calientes como arena del desierto anegaban los ojos del viejo rey. Devolvió el apretón al humano, diciéndole con mal reprimida angustia:
-Ahora mis hijos son los vuestros. Tratadlos como tal.
Los integrantes del séquito arrebataron de las manos del emperador de Sárima al rey, que lograba mantenerse en pie a duras penas. Los príncipes del Agua se mantuvieron a distancia de Iolkkar, reprochándole tan duramente su modo de actuar que el viejo soberano de Iaiinommarj lo confirmó en sus miradas coléricas y resentidas: Siempre le había perdido el amor.


La voz más bella de la ciudad entonaba un canto fúnebre. Iolkkar, entre gritos de desesperación, dejó ir a sus hijos en hermosas barcas blancas, gemelas, cubiertas de flores. Ambos habían optado, tras la humillación que les había supuesto como únicos guerreros de la tradición Iaiinommarj la rendición completa y absoluta de la nación, por el suicidio ritual de los antiguos, y se habían cercenado las muñecas con cuchillos de plata para manchar con su sangre real las límpidas aguas del gran lago y maldecir Ikairad para siempre. Después se habían arrojado, juntos, inocentes y desnudos como salieron del vientre de su madre, al lago, para dejar que las aguas les meciesen hasta la muerte. Iolkkar sentía que enloquecía mientras los brazos de sus dos hijos menores le apartaban de aquellos cuerpos amados y traicionados, que iban a convertirse en ofrenda para el espíritu de Iannomm, protector de las aguas. Iolkkar le maldijo a gritos. Y lo que aconteció tras ese día, mientras se derrumbaba en brazos de sus vástagos loco por el dolor, nunca pudo superar la muralla de melancolía que se apoderó de él y le consumió hasta el final de sus días.


Y empezamoooos!!


Bueno!! Pues aquí arranca el blog de mi pequeño proyecto, Doll Valley Shop. La idea principal es dar un lugar propio fuera de los foros tematizados a esta tienda de ropa, accesorios y también al reciente servicio de customizaciones para BJD que nació con muchísima ilusión hace ya un año. Aún soy una novata en esto y aunque las ganas no faltan, en las primeras entradas va a notarse la falta de práctica... En fin, un poco de paciencia y mucho entrenamiento! ^_^
Y gracias mamá, porque sin ti no hay tienda, ni ropa, ni nada que merezca la pena.