jueves, 30 de julio de 2009

Guerra

Shawwshants sabía que nunca olvidaría aquella imagen, pero en los días que siguieron, fueron tantas las escenas terribles que se sucedieron ante sus ojos que parecía incapaz de olvidar ninguna de ellas. Nunca iba a ser capaz de olvidar a Oristhios, sollozando y cubierto de sangre, entrando en el salón del banquete llevando en los brazos a su moribunda esposa. El certero y sorpresivo ataque de los sarryas había desgajado el kennommah más antiguo de la nación, convirtiéndolo en una masa espesa de fuego y hojarasca calcinadas, sorprendiéndolos uno en brazos del otro, dulcemente adormecidos.

La Villa Sendaviva, el orgullo de la familia después de tantas generaciones, quedó prácticamente arrasada. Todo el mundo se preguntaba cómo los sarryas habían llegado tan lejos, apenas a media hora de la capital. En aquellos días todo fue dolor y confusión.
No resultó tan fácil salir de Kennommah, convertida en una gigantesca antorcha viviente. Los soldados Jades lucharon con gran valentía, capitaneados por la princesa Ryanne, quien declaró la ley marcial esa misma noche, dedicando una última mirada de odio a Vehare, su padre, que continuaba sentado en su trono como un muñeco abandonado. Los generales la siguieron con pasión, a pesar de que sabían que la guerra estaba perdida de antemano, y demostraron todo su coraje en las batallas. Fue poco menos que inútil mientras los despiadados soldados del emperador Angdor iban ganando posiciones, insuficientemente frenados por las huestes de la joven reina Jades.

Todos lloraban. Inghamnas recogía las joyas y el dinero de la familia y cuchicheaba con sus parientes. Hablaban de un lugar donde refugiarse hasta que la guerra terminase, hablaban de un lugar llamado el Exilio, la remota posibilidad barajada por todos los nobles que, finalmente, había llegado a convertirse en realidad. Juraban que se quitarían la vida antes de ser los esclavos de los humanos. Muchos de ellos mantuvieron tal promesa, y otros se marcharon. Centenares. Nadie sabía dónde, mientras los dorados y sagrados kennommahs sucumbían bajo el fuego furioso de los guerreros de la fría Sárima. Shawwshants los oía, oía a los árboles gemir de día y de noche, atravesados por el dolor y el miedo a la muerte. Era escalofriante. Aquellos sonidos sobrenaturales estuvieron torturándole durante años. Los años que tardó en salir de su país, el país destrozado y sangrante que los sarryas casi habían conseguido, al fin, ocupar para reducirlo a humeantes cenizas.
Finalmente, los generales elfos exigieron la negociación. Ryanne la negó en rotundo, instándoles a luchar hasta el último aliento. Ziarel, Karesh y los demás supervivientes se miraron entre ellos, agotados, y no obstante, la obedecieron ciegamente. Todos sucumbieron bajo el poder sarrya. Angdor los hizo prisioneros primero y no les perdonó la vida a ninguno, y sus desdichados cuerpos mutilados sirvieron como alimento a las alimañas que lograron sobrevivir a los devastadores incendios de la agreste jungla, que se resistía a morir.


Ella jamás se rindió. Sacrificó la vida de sus hombres uno a uno, soportando el dolor de cada pérdida, y nunca ofreció tregua alguna a sus enemigos. Angdor, el emperador de los humanos, decidió que quería a aquella arrojada jovencita sana y salva, para tratarla como si fuese un trofeo vivo que diese testimonio de sus conquistas, pero nunca logró hacerla prisionera. Tras años de dura lucha, la princesa de Kennommah siempre estuvo al frente de sus tropas y en la última batalla, en la cual ambos bandos luchaban por la Torre de Jade, desapareció. Angdor mandó buscar su cadáver entre los cientos de cuerpos abrasados que se amontonaban por las ensangrentadas calles de Kennommahii, pero su cadáver nunca apareció. Ryanne no había muerto. Shawws lo sabía. Sólo se había rendido y se había marchado, avergonzada por su derrota.
Pero la guerra no había acabado. La que más tarde fue llamada Guerra de las Tres Fuerzas no había hecho nada más que empezar.


Tal vez fue un castigo de los dioses, o tal vez único producto de su desmesurada ambición, pero el destino reservado para Angdor el Exterminador fue de todo menos clemente con él. Cuando Loren, su hermanastro, enloqueció, poseído por el espíritu de la llamada Gran Deidad, él y su cohorte de fieles devotos del nuevo dios, reforzados por un numeroso ejército de muertos vivientes convocados por la oscura esposa del emperador Angdor, Lhunneíar, la única superviviente de la matanza karonthes, muchos de ellos Jades, arremetieron contra Angdor y su ejército invencible, minándolo sin remisión y condenándolo para siempre, sellando una venganza que llevaba veinte años gestándose en las frías tierras de la Aguja Adamantina.
Los sarryas se defendieron como los avezados guerreros que eran, pero las desordenadas huestes del llamado Redentor y los muertos revividos por la magia de los sacerdotes karonthes supervivientes a la matanza se multiplicaban por millares, acabando con ellos por medio de su magia oscura. Los pocos kennommahs que habían sobrevivido ocultos en la selva, expuestos a sus peligros, asistieron mudos y sorprendidos a la aniquilación del Imperio. Sárima fue invadida, sacrificados todos los habitantes que no lograron huir, y el gran e insigne Palacio del Oro voló por los aires lanzando al cielo columnas de llamas, como un último desafío al Taioh divino.
Loren, el Redentor, se inmoló a sí mismo cuando acabó su misión de destrucción ordenada por su dios, poniendo punto y final a su triste destino.
Shawws pensó en Deelrith, la jovial princesa sarrya, su primer amor. Si era cierto, si Loren era su destino… ¿qué habría sido de ella?


De Angdor el Exterminador jamás se supo. Por supuesto, su terrible nombre fue pronunciado durante siglos en el Continente, como símbolo de una ambición sin límites y una vida entregada a la guerra. Las leyendas en referencia a su persona no tardaron en aparecer, y muchos aseguraban haberle visto aquí o allá, vestido como un errante, sin duda dedicando el resto de su vida a expiar sus numerosos pecados.

miércoles, 29 de julio de 2009

Remodelando que es gerundio...


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